Antonio María Calera-Grobet
18/06/2015 - 12:00 am
LOS OLVIDADOS
en memoria de las hermanas García Turrent. Reparemos por un instante y reconozcamos. Por andar en las cosas del jamar nos hemos olvidado de todo lo demás. Y eso no es justo. Ni siquiera es sensato, no es pensamiento a la altura de nuestro buen gusto. Olvidamos a las mesas, para empezar con algo. Así, […]
en memoria de las hermanas García Turrent.
Reparemos por un instante y reconozcamos. Por andar en las cosas del jamar nos hemos olvidado de todo lo demás. Y eso no es justo. Ni siquiera es sensato, no es pensamiento a la altura de nuestro buen gusto. Olvidamos a las mesas, para empezar con algo. Así, de pronto, ya no vimos a las mesas, esas hermosas bestias que, en el mejor de los casos talladas en madera, se han puesto en cuatro para que comamos, bien y bonito, a nuestras anchas. Y yo me pregunto: ¿No han sido acaso ellas más que instrumentos, o herramientas, más bien nuestras lacayas, nuestras esclavas? Ya lo creo. Y ahí las veo ahora, en sus nudillos, sólo para brindarse a nosotros, para mimarnos, consentirnos.
¿Nos hemos puesto a pensar, considerémoslo, en la enorme cantidad de mesas y sillas que se ha hecho la humanidad para sentarse con los suyos a comer, planear el gran proyecto de su vida, o sólo sentarse ante un café tan sólo para soñar? No lo creo. ¿Cuántas, pensemos, a lo largo de los siglos, mesas horribles de fonda, finísimas de restaurante fresa, mesas pintadas con diseños de moda, robustas y sinceras de taberna? Millones. Decenas de millones cuadradas o redondas, pelonas o con sillones, tal vez centenares, miles de millones, de todas las clases habidas y por haber, rústicas o estilizadas, caras o baratas, estables o inestables, fijas o portátiles, frágiles o duraderas, para todos los gustos de millones de tragones.
¿Y de los cubiertos? Pregunto. ¿Nos ha interesado la vida de nuestras cucharas, nuestros tenedores, nuestros cuchillos? ¡Qué decir de nuestros platos y vasos! ¡Unos verdaderos lacayos! Muy mal por nosotros, los más malagradecidos. ¡Miren que meterse a nuestras fauces sólo para regalarnos de vituallas, dejarse jalar una y otra vez a nuestras bocas nefastas sólo para convidarnos de la comida más rara! Y tan bellos que son nuestros instrumentos. Verdaderos ejemplo de cómo piensan y sienten las culturas, representaciones de cómo se miman pero también cómo se abren paso cuando las cosas se han puesto duras. No meros transportes, no meros medios, los cubiertos son esculturas domésticas del gusto de una etapa, reflejos de una idea del poder y una idea de juego, en fin, filigrana minúscula pero cierta de nuestra sensibilidad exacerbada. Mirémoslos de cerca, analicémoslos. ¿No son acaso los cubiertos las herramientas con las que más trabajamos, las que más usamos estemos donde estemos, ya sea en casa o fuera de ella, cuando estamos viajando? Ya lo creo. ¿Y qué hacemos nosotros? Los tratamos como meras baratijas luego de todo lo que han hecho por nosotros, con todo el despecho, todo el menosprecio. Deberíamos avergonzarnos por tanto daño hecho, echarles un poco de menos, por lo menos de vez en cuando.
Y es que en verdad. Echemos un vistazo no sólo a las viandas, las vituallas, sino a las que hacen de sus hermanas, de familia cercana. Toda esa bella gama de utensilios divinos, toda esa magnífica parafernalia. Los mangos, los metales, las cerámicas. La verdadera obra maestra que esconde esa orfebrería, la cantidad de recuerdos que guardan, el reflejo que destellan de nuestra memoria, nuestro paso por la tierra, nuestra vida, nuestra verdadera alma. Por eso te reto, lector glotón, amigo de todo lo que tiene que ver con lo que comemos. Fíjate de nuevo en los morteros, en los exprimidores de ajos o limones, los pimenteros. Observa con nuevos ojos a las carpetas, las jarras, las latas, las etiquetas. Mira cómo duermen en tus muebles los ejércitos de contenedores, los escuadrones de frascos y pomos que esconden tus trinchadores, tus gavetas, tus especieros, tus alacenas. ¡Cuántos sartenes, comales, molcajetes, metates! ¡Cuántos rodillos, molinos, rayadores, anafres! ¡Cuántas maravillas involucra este bello arte del hambre! Observa el grandioso inventario, mira su profundidad y alcance, mira todas las bellezas que nos hemos procurado. ¿No es en verdad bello el paisaje de tanto juguete, tanto mobiliario, tanta fabrica, tanto traste?
Sí, se trata de una verdadera orquesta metálica, una hermosa maquinaria futurista. Toda en sincronía exquisita para la tabla gimnástica, la gran coreografía. Cada quien en su puesto, cada quien en su rutina. Por eso te reto, lector glotón, amigo de todo lo que tiene que ver con lo que comemos. Fíjate de nuevo. Mira bien: todo danza, todo suena, todo en tiempo y forma, todo a su manera. El pocillito se posa, el rodillo rueda, el viejo tortillero se avienta una pieza perfecta. ¿Y en la mesa? Pues en la vieja mesa, tal vez con la familia desde tiempos de la abuela, pican y repican los cubiertos, todo titila y tintinea. Ya se huele, ya se viene, escucha. Son los olvidados que piden a gritos ser parte de la verbena.
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